El País. 7 de septiembre
La mayor parte de los profesionales del Hospital Infantil La Fe de Valencia ha formado una Asociación en Defensa de este hospital pediátrico, preocupados por el deterioro que sufrirá la calidad asistencial de los niños en el nuevo Hospital Universitario La Fe, que pronto entrará en funcionamiento, si no se modifica su previsible organización asistencial.
Igual que otros hospitales de referencia en España, el Infantil de la Fe ha funcionado desde su creación en 1970 como una unidad autónoma e independiente del resto del complejo sanitario, en la que se congregan las distintas especialidades centradas en el niño, un tipo de paciente bien diferente del adulto. El niño no es un adulto pequeño, requiere una peculiar atención por parte de los distintos especialistas, que deben trabajar bien articulados entre sí para poder prestarle una asistencia integral.
Sin embargo, la configuración de la nueva Fe disuelve la unidad e independencia de los circuitos asistenciales, mezcla a los niños con los adultos, y no arbitra un lugar para atender a los niños en el área de urgencias y en las zonas hospitalarias ni tampoco espacios para unidades especiales. ¿Qué razones se aducen para justificar esta dispersión? Dos al menos son usuales -la creciente especialización de la sanidad y el triunfo de la demanda de eficiencia sobre la de calidad-, pero las dos requieren una cuidadosa revisión.
En lo que hace a la primera, sin duda la especialización supone un progreso en la asistencia, pero siempre que se articule de tal modo que no rompa la unidad de la atención integral. No hay enfermedades, sino enfermos, cada uno con su peculiar configuración.
Y en lo que se refiere a la fiebre de la eficiencia, es un problema que venimos arrastrando desde hace más de tres décadas, cuando el gasto sanitario empezó a incrementarse prodigiosamente al cobrar fuerza el Estado social y surgieron problemas de justicia en la distribución de los recursos sanitarios.
Nació entonces esa rama de la economía, hoy floreciente, la Economía de la Salud, que introduce en la sanidad la racionalidad económica, el análisis “coste / beneficio”, para racionalizar el gasto. Con ello, en los centros sanitarios públicos empezaron a darse cita tres tipos de protagonistas, amén de los pacientes: los profesionales sanitarios, preocupados por el bien del paciente cuando son buenos profesionales; los gerentes, empeñados en la eficiencia en la gestión de los recursos, y las Administraciones públicas, que nombran a los gerentes y les exigen esa anhelada eficiencia, medible en dinero y en actuaciones que generen votos.
La cuestión es muy compleja. Sin duda, la eficiencia es una buena cosa, es preciso optimizar los recursos, que son siempre escasos, y el despilfarro es inmoral. Y es importante que la sanidad pública sea eficiente, porque no es verdad, como suele creerse, que lo público es ineficiente por necesidad, mientras que lo privado derrocha eficiencia y eficacia: la crisis económica que seguimos padeciendo ha venido de un sector privado irresponsable, ambicioso e incompetente.
Pero también el sector público ha de ser eficiente, siempre que compagine eficiencia y equidad, y, sobre todo, siempre que mantenga la calidad de la atención sanitaria. La rentabilidad monetaria jamás puede ir en detrimento de la calidad, el incremento de la especialización no puede llevar a perder la visión integral del paciente, en este caso, del niño con sus peculiaridades.
Con tantos protagonistas en el mundo sanitario (el profesional, el gerente y el político) conviene no olvidar lo obvio, las verdades de Perogrullo: que las metas de la sanidad, las que le dan sentido y legitimidad social, consisten en prevenir la enfermedad, curar lo que puede ser curado con los medios disponibles, cuidar lo que no se puede curar y ayudar a morir en paz. Esas metas han de alcanzarse en el contexto de organizaciones sanitarias, dirigidas por gerentes, dentro del marco de instituciones políticas, pero lo específico de toda esa trama es facilitar a los profesionales los medios necesarios para promover el bien del paciente. Y más en el caso del niño, particularmente inmaduro y vulnerable.
“Eficiencia” en sanidad no puede querer decir recorte del gasto sin más, ni tampoco proporcionar votos a los políticos con actuaciones que les permitan lucirse, sino optimizar los recursos humanos y económicos al servicio de la atención al paciente, integral y de calidad.
Mucho se ha hablado del médico como un “agente doble”, que debe atender a la vez al bien del paciente y a la contención del gasto, cuando lo cierto es que su tarea propia es la primera. Y, sin embargo, se habla poco de que en la sanidad pública hay por el momento dos agentes -gerentes y políticos- que deberían atender a los profesionales e introducir un cuarto interlocutor, en este caso, los padres. Importa que los padres sepan qué consecuencias se seguirán para sus hijos de la configuración de los nuevos complejos sanitarios, prestar la voz a los profesionales para que puedan explicarlo, y atender a unos y otros. No hacerlo sería propio de la mala gerencia y de la mala política.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación ÉTNOR
sábado, 12 de septiembre de 2009
Sanidad pública: ¿eficiencia o calidad?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario